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Mi amigo el Capitán Haddock quiere pensar que su barco es un barco “escuela”. Un barco del que saldrán buenos capitanes de bergantines y galeones.

Los veleros modernos tienen toda una serie de mejoras que hacen que la navegación sea cosa de niños. Tenemos el caso del enrollafoque. Es un pequeño motor eléctrico que, pulsando un botón, enrolla la vela de delante, pongamos por ejemplo, mientras se bebe una cerveza. Pulsando otro botón, la vela mayor se guarda en un compartimento habilitado para lo mismo. Que hay que bajar el ancla… pues otro botón. Y así pasa… se puede navegar sin saber hacer un nudo.

Obviamente, el barco del Capitán Haddock no tiene nada de todo eso.

El velero del Capitán Haddock tiene más años que yo y esa es mucha edad para un barco. Tiene sus achaques. Como todos. Así que la mitad del tiempo nos la hemos pasado arreglando los pequeños problemas que iban surgiendo.

Cuando llegamos a Alicante para empezar el viaje, las baterías del barco no funcionaban. Se descargaban con mucha facilidad. Las baterías son necesarias principalmente para el motor de arranque. La entrada y la salida del puerto se tiene que hacer a motor, y sin eso no se podía salir. Además, el depósito de la Zodiak estaba roto y se salía la gasolina. No era algo imprescindible, pero no tenían la pieza que hacía falta para arreglarlo. Después de conseguir unas baterías (y colocarlas), nos hicimos a la mar sin arreglar la zodiak, con la esperanza de que se pudiera encontrar pronto en algún puerto la pieza de marras. Cuando la encontramos resultó que no era eso, sino la válvula del motor.

El primer día que fondeamos, lo dedicamos a limpiar la hélice y el casco del barco de la presencia de caracolillos, algas y otros bichos de los que se pegan a lo que sea para vivir. Normalmente se hace con el barco en tierra, pero, estando ya en plena navegación, nos tocó hacerlo a pulmón. O sea: toma aire, frota el casco con un cepillo, sal a la superficie. Repetido veinte veces tenemos lo que se llama mareo por sobre oxigenación… eso sí, reunimos una enorme cantidad de peces a nuestro alrededor. Pero sólo nos querían por nuestros caracolillos.

El único día tranquilo de viento que sufrimos nos dimos cuenta de que los dos pilotos automáticos estaban rotos. Esta fue, sin duda, la menor de las roturas, porque no hubiéramos podido usarlos ningún día. Pero, bueno, una cosa más a la lista.

Un par de días después descubrimos que entraba agua al barco. No mucha, pero la suficiente como para que fuera significativo. Eso sí: nada que la bomba de achique no pudiera solucionar. Aún así no dejaba de ser preocupante. La conclusión a la que se llegó fue que en los trabajos para quitar el caracolillo de la hélice, dañamos el eje y entraba agua por allí. La buena noticia era que sólo pasaría si navegábamos mucho a motor y, por suerte, no era el caso.

El problema es que, el día que más y mejor navegamos a vela, ese día, entraron 200 litros de agua a la sentina (que es donde se acumula el agua que entra en un barco). Obviamente no podía ser el motor… ¿pero entonces qué era? Podría ser una brecha en el casco… pero no teníamos constancia de que se hubiera golpeado el barco con nada. Y de ser así… entraría todos los días, y no pasaba. Aún así hicimos una inspección. Pensamos que podía ser una fuga del depósito de agua dulce. El depósito está en la popa y es de plástico… en principio no tiene contacto con nada, pero nunca se sabe he hicimos las pruebas de rigor. Tampoco era eso. Llegamos a pensar que podía ser la manguera con la que aguábamos o algún agujero en la cubierta que se llenaba de agua al baldearla (esto es: fregar pero en marinero).

Al final resultó ser que la bomba de achique se había soltado y por el agujero del casco entraba agua, pero sólo cuando navegábamos de ceñida de estribor (o sea: escorados a la derecha). Eso sí: lo descubrimos el último día.

Entre tanto, dos velas se descosieron por la acción del fuerte viento en dos días diferentes y tuvimos que coserlas a mano. Un trabajo más laborioso que difícil pero que requería la presencia de dos personas. La vela es enorme y alguien tenía que sujetarla mientras el otro cosía. Y otro día, la driza de la mayor (el cabo que va por el interior del palo y que permite subir y bajar la vela mayor) se rompió y tuvimos que cambiarla.

Pero sin duda, lo mejor de todo fue lo que se rompió el penúltimo día… pero eso lo contaré mañana.

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Los islotes Columbretes, al atardecer

A veces olvidamos que detrás de toda esa contaminación lumínica hay millones de estrellas. Toda una vía láctea repleta de ellas. Ya sea por pereza o por la falta de costumbre, o porque casi siempre dan cosas buenas por la televisión, pero a penas miramos el cielo ya.

En los islotes columbretes podemos decir que no hay otra posibilidad. No hay televisión, no hay cobertura de móvil y cuando el sol se va, las estrellas atraen la mirada irremediablemente. Como si fuera un accidente de tráfico en el otro carril. A 30 millas de la costa y sólo con la intermitente luz del faro como fuente lumínica, el espectáculo del cielo era impresionante.

El capitán Haddock se había retirado a sus aposentos hacía un rato. Y Atenea y un servidor, tumbados en las colchonetas de popa, hacíamos casi lo único que se podía hacer: Mirar el cielo.

Si al marco incomparable añadimos una leve brisa marina que apenas mecía el velero, una conversación agradable, un buen vino en la mano y el estómago calentito con un impresionante arroz negro, cortesía del Capitán Haddock, no es de extrañar que el Sr K dijera:

– Este es un momento y un lugar ideal para hacer el amor… ¿No te parece Atenea?

Atenea se quedó en silencio unos segundos. Sin decir nada se levantó de su colchoneta y se acercó a la mía. Y me dijo:

– El amor no… pero si quieres, te vas a proa y te haces una pajilla. Y ahora no mires, que voy a mear por la borda.

Lo dicho… el mismo romanticismo que tiene una alpargata de esparto. Para que luego digan que las mujeres son románticas…

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He llegado ahora, como quien dice, de mis vacaciones. Vamos… el tiempo justo de poner una lavadora, leer el correo y pasar por el baño. No precisamente en ese mismo orden. Para quien no lo sepa, porque lo cierto es que tampoco lo he ido publicitando por ahí mucho, he estado algo más de dos semanas navegando por el Mediterráneo en un barco velero.

Sé que suena muy bien. Uno pone la palabra “velero” junto a la palabra “Mediterráneo” e inmediatamente se piensa en “sol”, “viento”, “mar”, “copita de Martini con aceituna” (o vermú de grifo, o cervecita fresca… que de todo hay en la viña del señor) y uno puede escuchar el romper de las olas por la quilla del barco y casi ver la arena prácticamente blanca de una cala recóndita. Y, bueno, algo de todo eso sí que ha habido.

Pero también ha habido mucho trabajo. Porque el barco no se lleva solo. Porque hay que izar la mayor, asegurar el foque, o cambiarlo por el Génova. Porque hay que subir el ancha a pulso o adujar todos los cabos. Porque la caña del barco, o sea, el palo que se agarra y que mueve el timón, no lleva dirección asistida… y cuando el viento inclina el barco hasta casi hacer que entre agua en la bañera (que no es un artilugio de aseo personal, sino el lugar donde se está normalmente cuando se navega), hay que hacer mucha fuerza para mantener el rumbo…

Iniciamos la navegación en Alicante y yo la terminé en Tarragona. Otros se encargarán de llegar hasta el final. Aún así han sido más de 300 millas, cerca de 580 kilómetros. Y la mayor parte de ellos a vela. Quitando un par de días en Valencia con visita al Oceanográfico y a una bloguera (y su cachondo socio) y otro par de días fondeados en los islotes Columbretes, el resto del tiempo ha transcurrido navegando a las ordenes del Capitán Haddock, ya conocido por otras aventuras marineras que conté hace tiempo. Nos acompañaba Atenea, otro miembro insigne de la galería de personajes que pululan por estas páginas.

El viaje ha estado muy bien, en términos generales. La entrada en Gandía fue un poco con demasiado viento y, quizá, demasiada poca práctica. O el incidente del Ancla en el Delta del Ebro todavía me hace despertar por las noches empapado en sudor. Aunque eso es porque no hay aire acondicionado y está haciendo mucho calor.

Eso sí, tengo que reconocer cierta decepción. Yo había invitado a compartir estos días conmigo a tres mujeres. No a todas a la vez, no… eso habría sido una locura. Las tres se declararon encantadas con la propuesta, y las tres la declinaron. Una, por falta de dinero. Otra, por falta de tiempo. Y la tercera, por tener al padre ingresado en el hospital. Por desgracia para ella, lo del padre no era una excusa y realmente está en el hospital.

Este año se ha dado una circunstancia nueva. Tras 6 años consecutivos viajando durante las vacaciones con Lentillas, este año no lo he hecho. Y lo cierto es que me ha resultado un poco raro.

Así que, con estas premisas, os contaré alguna de las cosas que fueron pasando…

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El valle del Kali Gandaki Nadi

El valle del Kali Gandaki Nadi

Desde Muktinath hasta Jomson había una buena tirada. Algo así como 20 kilómetros, la distancia más larga que hicimos durante todo el recorrido. Después de haber hecho cima el día anterior, ahora casi todo el camino era cuesta abajo, pero aún así la sensación era de estar haciendo una especie de extra, los minutos de la basura. El único aliciente era el cambio de paisaje: ya no estábamos en una selva sino que había arena y tierra hasta donde la vista se perdía. Pero las ganas de terminar de una vez por todas de andar eran grandes. Si a eso le añadimos que íbamos por una carretera (o lo que ellos entienden por una carretera, porque asfalto, lo que se dice asfalto, no había), el camino se hizo incómodo. Cuando nos cruzamos con el primer vehículo atestado de gente hasta el techo, nos dimos cuenta de que llevábamos casi dos semanas sin ver un coche, y el mismo tiempo sin oír un claxon. Los momentos de paz habían terminado.

Camino de Jomoson

Camino de Jomoson

Pronto llegamos al cauce seco de un río. En realidad era el cauce de la época monzónica, pero estando otra vez en la estación seca, el río transitaba por su cauce habitual. Estábamos cerca de Jomson, la ciudad del viento. Algo así como Detroit, pero en Nepalí y mucho más pequeño. Y sin tantas fábricas de coches. Chewan nos dijo que sobre las diez y media de la mañana empezaba a soplar un viento muy fuerte en la zona. Y el viento, como todos los acontecimientos meteorológicos en Nepal, fue puntual a su cita. Junto con la puntualidad británica de las nubes a la hora de tapar el Machhapuchhare (siempre a las 9 de la mañana), estas cosas nos dejaban un poco boquiabiertos.

Caminando por el lecho (seco) del rio

Caminando por el lecho (seco) del río

Los últimos kilómetros de la vuelta a los Annapurnas fueron incomodísimos. El viento nos daba en la cara y masticamos tierra. Apenas podíamos hablar, porque el ruido del viento era ensordecedor y mantener la boca abierta para decir una “a” suponía tragar entre kilo y kilo y medio de arena. Bueno, a lo mejor no tanta. Pero después de haber caminado con barro, nieve y hasta piedras, el cambio a la arena y el polvo fue muy desagradable.

El aeropuerto de Jomson

El aeropuerto de Jomson

En Jomson está el aeropuerto de la zona. Desde allí volaríamos a Pokara en un vuelo interno, y empezaríamos la segunda parte de las vacaciones. O sea, las vacaciones en sí (el turismo y la buena vida). La peculiaridad de la región es que el viento sopla todo el día, excepto la franja entre el amanecer y las 10 u 11 de la mañana. Por eso, durante esas pocas horas, los aviones realizaban todos los vuelos posibles transportando gente o enseres. Y por eso teníamos que estar a las 7 de la mañana en el aeropuerto.

El mostrador em embarque

El mostrador de embarque

Allí nos cachearon y obligaron a abrir las mochilas… aunque cuando encontraron una navaja simplemente la devolvieron a su dueño. Supongo que pensarían que nadie en su sano juicio intentaría secuestrar una de esas avionetas. Reconozco que, tras hacer cumbre, la experiencia de la avioneta era la que más me llamaba la atención. Claro que, en mi imaginación, la avioneta era más pequeña, inestable y bamboleante de lo que al final resultó ser. Nuevamente tuvimos mucha suerte y el tiempo fue inmejorable para volar. El Annapurna I se encontraba despejado junto a la pista de despegue y pudimos fotografiarlo y grabarlo a placer, mientras esperábamos nuestro avión, y durante el vuelo. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que pudiera repetirse el accidente que unos días antes ocurrió en la zona del Everest

Annapurna I

Annapurna I

En la pista de despegue, a punto de embarcar

En la pista de despegue, a punto de embarcar

El Annapurna I dio paso al Machhapuchhare, la montaña pirámide, lo que nos indicaba que habíamos llegado a Pokara, con su lago Phewa Tal, de aguas tranquilas invitando al baño. Nuestro guía se despidió de nosotros en cuanto nos dejó en el Hotel, en el barrio turístico del Lakeside, plagado de tiendas, hoteles y restaurantes. Y cambiamos a un guía que casi no hablaba, por un director de hotel que no se callaba ni bajo el agua, y que tenía un extraño y asombroso parecido con cierto ex presidente del gobierno de gracioso bigotillo. Incluso nos sentimos como George Bush, por la cantidad de reverencias que nos hacía.

Arrozales por toda la montaña, vistos desde el avión

Arrozales por toda la montaña, vistos desde el avión

Y ahí empezaron las vacaciones de las vacaciones. O las vacaciones dentro de las vacaciones. Aunque si alguien piensa por un momento que no volvimos a andar, se equivoca: uno no puede ser montañero y pasarse mucho tiempo tirado a la bartola. Lo intentamos, eso sí, pero no lo logramos.

Pero eso lo contaré en la siguiente entrada, que he titulado adrede: ¿Viajero o turista? En honor de mi buen amigo Blas, el viajero más insatisfecho que conozco.

En un momento del vuelo

En un momento del vuelo

Como de costumbre, para ver las fotos a un tamaño razonable, sólo hay que hacer clic en ellas. Hacedlo, porque valen mucho la pena. Sé que siempre digo lo mismo, pero es que es verdad.

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En Nepal usan un sistema para medir el tiempo diferente al del resto del mundo. Está basado en horas de 100 minutos y días de 10 horas… y no sabía a qué hora nepalí correspondían las tres y media de la mañana. ¿Cómo se puede dormir tranquilo sin saber “realmente” la hora que es? Tenía que calcular la hora nepalí… al precio que fuese. Y daba igual que nuestro guía, Chewan, hubiera quedado en llamarnos a esa hora… yo tenía que saber qué hora era.

Comienza a clarear

Comienza a clarear

Obviamente en Nepal se mide el tiempo igual que en el resto del mundo… pero a mí me dio por soñar eso. Y, claro, no pasé buena noche precisamente. Muy movidita, según Escarabajo, mi compañero de celda (porque la apariencia de la habitación era la de una celda de un monasterio especialmente pobre).

El momento mágico se acerca

El momento mágico se acerca

Chewan llamó a la puerta a la hora convenida y salí del saco a toda velocidad. Ya estaba vestido, porque me había acostado con toda la ropa puesta, y la mochila preparada del día anterior. Sólo había que continuar el ritual diario de meter el saco en la bolsa compresora. Mientras lo hacía me sentí un poco extraño… había algo en mí que no cuadraba pero no sabía lo que era. Escarabajo salió el primero al frío exterior y me avisó desde allí:

– ¡Macho… nunca había visto tantas estrellas!

La nieve brilla con millones de destellos

La nieve brilla con millones de destellos

Y salí a mirar yo también. Miré para arriba y vi las estrellas. Todas. Jamás en mi vida me había dolido la cabeza de esa manera. Un dolor que iba desde la base del cuello hasta detrás de los ojos. Ni en la peor de las resacas. Ni juntando todas las resacas en una, multiplicando por diez y elevando el resultado al cuadrado. Las otras estrellas, las del cielo, también las vi. Y pese al tremendo dolor de cabeza os puedo asegurar que jamás había visto un cielo tan bonito.

Antes del desayuno ya me había tomado un gelocatil y una aspirina con un poco de hot lemon, a ver si se me quitaba el dolor de cabeza. El desayuno consistió en un bocado al emparedado de queso (que me provocó una arcada impresionante) y en otro poco más de hot lemon. No me entraba nada más. Y eso que la experiencia me decía que no se puede andar mucho con el estómago vacío. Así que Lentillas, como hermana mayor (Didi, en lengua nepalí), envolvió el emparedado en unas servilletas y me lo guardó en la mochila, para que fuera comiendo mientras ascendía. Añadió, además, un par de barritas energéticas. Esta lentillas.

Con Chewan, el guia (foto sin gafas, como se habia pedido)

Con Chewan, el guía (foto sin gafas, como se había pedido)

La idea era empezar a andar a las cuatro y media de la mañana y recorrer los 500 metros de desnivel que nos quedaban antes de que saliera mucho el sol. La razón: el viento. El Thorung La es el puerto de montaña más alto del mundo, y casi siempre está azotado por un fuerte viento. Es por lo que en cuanto el sol se levanta un poco, empieza un vendaval muy incómodo que queríamos evitar.

Así que con el frontal en la frente (por otra parte, el mejor lugar para ponerlo), la mochila al hombro, y toda la presión del mundo sobre mi cerebro, iniciamos la marcha a buen ritmo, todos en fila india y siguiendo al guía y los serpas, que en esta ocasión iban con nosotros. A nuestro alrededor no se veía nada, pero confiábamos en la pericia del guía. Creo que el caminar a oscuras nos vino bien, porque con las placas de hielo que había en el camino, mejor no saber a dónde caeríamos en caso de resbalón. Casi no hablábamos y sólo se escuchaba el crujir de la nieve o del hielo bajo nuestros pies y nuestra respiración entrecortada. En realidad, mi respiración entrecortada. Me estaba costando horrores seguir el ritmo de los serpas, entre el dolor de cabeza y un mareo la mar de interesante que empezaba a subir muchos puestos en mi lista de penalidades personales.

Más o menos esto era lo que se veia, que no está mal

Más o menos esto era lo que se veía, que no está mal

Por supuesto me tuve que detener para recuperar el resuello, y no pude evitar maldecir por no haberme traído un tercer pulmón en la mochila. Eso sí que habría servido de algo, y no tanto calzoncillo limpio y camiseta de recambio. Intenté recuperarme rápido porque mi parada obligó a detenerse a todo el mundo, ya que el guía no permitió que nos separáramos. A partir de ese momento, la marcha fue mucho más irregular, con detenciones cada poco tiempo. Mis pulmones no daban mucho más de si, y no lograba averiguar quien era el que me estaba pisando el pecho y me impedía respirar.

Cualquier lugar es bueno para poner una plegaria

Cualquier lugar es bueno para poner una plegaria

Por fin llegamos a una especie de meseta y dejamos atrás los acantilados y nuestro guía se relajó un poco. Dejó irse a Lentillas y a Escarabajo con los serpas, mientras que él se quedó con Herrero y conmigo, llevando un ritmo más lento. Mientras yo buscaba mis pulmones por el suelo, Herrero se dedicó a hacer algunas fotos, ya que el cielo estaba lo suficientemente claro como para ver recortadas las montañas en el cielo.

Y el sol salió. Y la luz rebotó en los cristales de hielo y la nieve brilló con millones de destellos a nuestro alrededor. Una visión maravillosa. Tan maravillosa que parecía irreal, como de cuento. Como si se hubieran gastado una pasta en efectos especiales. Una cosa tan espectacular sólo podía ser otro síntoma del mal de altura, una alucinación de un cerebro dolorido y ligeramente sobrecargado de analgésico. Y en eso andaba yo pensando cuando la chica que tenía al lado, una de las israelíes, soltó un “wow, its great” mientras miraba a su alrededor, como yo… el efecto óptico era real y quizá sea lo más espectacular que he visto en la montaña. También es posible que esta afirmación tenga una carga emocional importante.

En lo más alto (que he llegado nunca)

En lo más alto (que he llegado nunca)

A juzgar por lo que dijo Chewan, Herrero y yo vimos el amanecer en el punto exacto en el que es más espectacular. Supongo que mi halo se las apañó para que no estuviera en mejores condiciones y para que mi paso lento nos retrasara lo justo. Pero por muy espectacular que fuera el amanecer, no sé si valió la pena, porque lo que quedaba hasta el paso de Thorung La fue interminable para mí. Para dar un paso necesitaba de toda mi voluntad y no podía dar más de 20 pasos seguidos sin tener que parar para recuperar el resuello. El corazón botaba en mi pecho alocado y los pulmones los sentía cada vez más pequeños. Me faltaba el aire, me dolía la cabeza y a pesar de no tener nada en el estómago, sentía unas nauseas terribles. Dejé de ver a mi alrededor y me concentré en el bastón y en la huella en la nieve; en dar el siguiente paso. Digamos que se convirtió en un “tú o yo” del que no pensaba salir perdedor. Puedo ser muy cabezota en ocasiones.

La llegada al paso de montaña más alto del mundo fue muy emocionante. Se veía el montón de rocas con la placa conmemorativa y los miles de banderas de plegarias atados a cualquier parte. Desde lejos, con la nieve y las banderolas de colores, parecía un montón de basura. Lo que no quita que sintiera una alegría inmensa al verlo. Allí estaban mis amigos, esperando que llegáramos, otros grupos haciéndose fotos, y nuestros serpas fumándose un pitillo (seguramente no sería el primero).

Vistas desde el paso... hasta el infinito y más allá

Vistas desde el paso... hasta el infinito, y más allá

De la llegada sólo recuerdo tres cosas: El enorme nudo que tenía en la garganta por la emoción de llegar, y que, de no ser por que soy un tipo duro, me habría hecho llorar como un niño. También recuerdo la idea de que tenía que tocar el montón de piedras antes de hacer cualquier otra cosa, y que dije “Casa”, cuando toqué la placa metálica. Y el enorme abrazo que me dio Lentillas cuando por fin alcancé la meta. Tardé un rato en poder articular palabra… y eso que me había preparado un pequeño discurso, pero cuando se tiene tal cantidad de emociones, las palabras faltan. Entre que las recuperaba, junto con el resuello (que seguía faltando), nos hicimos las fotos de rigor… más que nada para demostrar que habíamos llegado hasta allí arriba.

Una enorme cantidad de nata montada

Una enorme cantidad de nata montada

Pero si la subida me pareció dura, la bajada fue terrible. En parte por el cansancio acumulado, la falta de aire, el dolor de cabeza, el mareo y las nauseas… pero también porque fueron 1.800 metros de desnivel negativo. Una pasada de desnivel negativo. Guardo una uña negra en mi dedo gordo como recuerdo de aquella bajada… y no es que la guarde en una cajita… la llevo puesta. Al igual que con la subida, me concentré en la bajada, en donde ponía el pie, en evitar los resbalones y en mantener un poco el ritmo. Al llegar a Muktinath, el final de la ruta para ese día, mis rodillas estaban al límite de su resistencia. Por suerte unos españoles me habían dado un ibuprofeno que terminó de quitarme el dolor de cabeza y me alivió el mareo.

La bajada infernal... aunque no lo parezca, lo más duro del dia

La bajada infernal... aunque no lo parezca, lo más duro del día

El camino hacia el pueblo pasaba por un templo donde se estaba celebrando una ceremonia hindú, la fiesta del agua y el fuego, de la que hablaré en un post que dedicaré a la religión y los templos. De no haber estado de paso sé que habría pasado de ver el templo luego por la tarde. Estaba realmente agotado y dediqué el resto del día a descansar. Apenas comí y me abstuve de beber cerveza… por si volvía el dolor de cabeza.

Eso sí: después de cuatro días… volví a ducharme. Fue con agua fresquita… pero me supo a gloria.

Como de costumbre, pinchando en las fotos se pueden ver a mayor tamaño (y todas valen mucho la pena, desde mi punto de vista). Estoy a la espera de que me pasen el vídeo con los mejores momentos de la acensión, pero entre que llega o no, pongo dos pequeños vídeo que grabé yo desde mi cámara. Se supone que me había conseguido serenar y que había recuperado el resuello. Obviamente no es así, a juzgar por mi respiración entrecortada. El primero es del momento en que nos separamos y todavía no había amanecido.

El segundo fue un intento más bien pobre de sacar el efecto óptico del brillo multicolor de la nieve, con los destellos y todo lo demás. Juzgar vosotros mismos.

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Al poquito de entrar yo aquí se marchó la directora financiera. Era una mujer joven, de treinta y pocos años y alta. Cuando digo alta, quiero decir que era más alta que yo, vamos. Y estaba muy delgada. Cuando se quitaba las gafas de pasta y se soltaba el pelo podíamos decir que tenía su atractivo. Indudablemente era maja. Al menos era la única que me daba los buenos días al cruzarnos y la única que me invitó a café en la máquina (aunque esto no sé si es bueno del todo).

Supongo que se cansó de los marrones, de las pullas y de los malos modos generales y se marchó a otro trabajo en el que no era directora de nada, y menos de finanzas. Creo que fui de los pocos de los que se despidió.

En su lugar contrataron a un tipo. De unos cuarenta años, de complexión fuerte, pelo canoso peinado hacia atrás y gafas de pasta… que parece que va con el cargo. Después de la semana de cortesía empezaron a darle por todos lados, como corresponde por la empresa en la que trabajamos y el cargo que ocupa. En realidad lo del cargo es lo de menos… ya he contado que hay muy mal ambiente por aquí. Como quiera que yo todavía no le he dado ningún palo, ni tampoco es algo que yo haga habitualmente, y que incluso le he ayudado con algún marrón, sobre todo cuando estaba relacionado con la informática, podemos decir que nos llevamos bien. Supongo que entre los nuevos tenemos que ayudarnos. Yo no soy tan nuevo, pero sigo teniendo esa sensación… quizá porque no termino de adaptarme del todo. El problema está en que siempre que tiene una duda o alguna pega me llama. Y, en esta ocasión, el problema lo tenía una de sus chicas… así que me llamó, a pesar de que hay un departamento entero dedicado al soporte y de que no es mi trabajo… pero fui a ver qué pasaba.

En realidad era una tontería, aunque requería ejecutar una serie de programas en un orden concreto… tampoco voy a entrar en detalles, no quiero aburriros con datos técnicos. Era laborioso y me llevó mi tiempo y en esas estaba cuando la chica de compras, la que se fue a Gandía con su novio, rubia, con un color dorado muy bonito en la piel después de una semana de sol por cada lado (el típico vuelta y vuelta que muchas chicas y algunos chicos practican) y un super escote profundo (e hipnótico) se me acercó, me plantó dos besos (por eso de que había vuelto de vacaciones) y se sentó en la mesa donde yo estaba trabajando, para charlar.

Obviamente, y porque era verdad, le dije lo guapa que estaba y lo bien que le sentaba el bronceado, intentando por todos los medios a mi alcance no mencionar a Jessica Alba en ningún momento, y eso que no estaba intentando ligármela ni nada. Pero uno es alumno aplicado y los buenos consejos hay que seguirlos.

– Ya te queda poco para irte, ¿No?
– Pues sí… estoy de un tenso ya…
– A ver qué podemos hacer…

Y se me puso a masajear los hombros y la espalda. Y lo hacía bien la muchacha. Con un poco más de aceites esenciales, un poco menos de ropa y, sobre todo, en otro entorno, habría sido perfecto.

Paró casi enseguida… no hay que olvidar que en la oficina a uno le hacen un traje por menos de esto.

Al poco se nos unió la chica del departamento comercial, la que me dio otros dos besos por eso de que también estaba recién venida de las vacaciones, e igualmente morena. Y una tercera, de incidencias, que no había venido de vacaciones precisamente, pero que vio jolgorio y se unió a la charla.

– ¿Cuánto te falta parta irte a Nepal? – Me preguntó la chica del departamento comercial.
– Apenas tres semanas – les dije
– ¿Te vas a Nepal? – Preguntó la de incidencias.
– A escalar montañas – dijo la de compras.
– Bueno, a escalar, lo que se dice escalar… no. Sólo voy a recorrerlas un poco
– ¿Y has hecho ya testamento? – preguntó la del departamento comercial. Obviamente estaba bromeando.
– No, que va. No va a pasar nada…
– No sé como estás tan tranquilo… pueden pasar muchas cosas… fíjate los de Barajas del otro día. – comento la «alegre» de incidencias.
– Eso no vuelve a pasar… y de lo demás… pues ya me preocuparé entonces, cuando vea lo que pasa… dice un dicho, seguro que chino, que si tienes un problema y no lo puedes solucionar… ¿De qué te preocupas? Y si lo puedes solucionar… ¿De qué te preocupas? Pues eso… que no me preocupo.
– Pues yo no estaría tan tranquila – sentenció la de incidencias.
– Por eso no vienes… ¿No?

Las otras se rieron. En ese momento apareció por lontananza un jefe de los gordos, y las chicas se retiraron. Y yo me marché… ya había terminado mi trabajo allí.

Por la tarde, ya tarde, bajé otra vez por la zona. Iba a poner un fax personal, y ya no quedaba ni el recuerdo de nadie… excepto el director de finanzas, enfrascado en alguno de los marrones propios de su cargo. Me vio y se acercó. Tenía ganas de charla.

– Así que a Nepal, eh? Te va a encantar… yo estuve el año pasado en Argentina… al sur… con el hielo y eso… ¿Cómo se llama?
– La Patagonia…
– Sí, La Patagonia… pues eso, que te va a gustar.

Dos cosas: Espero que este tipo sepa más de números que de geografía… por el bien de la empresa. Y dos… la gente habla… mucho.

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Chorrera NegraEl agua caía cantarina desde una altura impresionante con el vozarrón propio de una soprano entrada en carnes. Al paraje donde nos encontrábamos se le conoce como la Chorrera Negra, y es el desagüe de unas lagunas de aguas heladas que hay muchos metros más arriba. Algunas acumulaciones de nieve, lo último que quedaba de las nevadas de semanas anteriores, de este invierno tardío y extraño, todavía aguantaban los calores propios del verano de esta extraña primavera. De haber un poco más de nieve habría sido imposible acometer el ascenso.

Nuestro camino estaba claro, hacia arriba, siempre hacia arriba, junto a la cascada, y por una senda que cualquiera diría que era una acumulación aleatoria de rocas de desigual tamaño. Las piernas, pesadas por el cansancio de demasiadas horas de caminata, casi se negaban a dar un paso más, y sólo la fuerza de voluntad impedía que se detuvieran. La mala noche, el no haber ingerido alimento sólido en todo el día, hicieron que la ascensión fuera penosa y larga. Y siempre con el estruendo del agua al caer como banda sonora.

Siete LagunasEl final de la larga cuesta no es un pico escarpado y batido por el viento, sino que se llega a un bello paraje, cubierto por una hierva verde y en el que destaca una quietud propia de la mítica Shangri-La. Apenas se escucha el murmullo del agua, escapando de la prisión de hielo donde ha pasado el invierno. Aquí, en la primera de las siete lagunas, el tiempo parece detenerse y uno es consciente de que está ante un espectáculo increíble, junto a la laguna, en mitad de un circo glaciar, circundado por altas cumbres coronadas de nieve.

La decisión es complicada, porque por un lado está el objetivo de ascender al Mulhacén, y tocar con las manos el techo de la Península, y, por otro, la pradera llama al descanso del caminante con atractivos cantos de sirena y promesas de paz. Y el estómago ruge. En realidad la decisión estaba tomada de antemano: culminar el ascenso llevaría otras dos horas por lo menos, lo que no garantizaría el descenso al campamento base antes de anochecer. Habrá que repetir la ascensión con un poco más de tiempo…

La AlhambraAbajo, al pie de la montaña, esperan los demás miembros del grupo y, lo que es más importante, una jarra de cerveza bien fría. Por cierto: estando donde estábamos, la cerveza no podía ser otra…

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Ya estábamos en mar abierto y el barco se zarandeaba un poco más que antes. Redujimos la marcha un poco, por no recalentar el motor y El Capi estableció un nuevo rumbo usando las cartas de navegación y un curioso transportador de ángulos con un cordel atado. La idea era seguir en línea recta directos al Cabo de Santa Pola y, allí, virar a babor y enfilar Alicante.

Mientras tomamos unas cervezas, el Capi nos instruyó sobre normas marítimas y términos náuticos que teníamos que tener en cuenta a la hora de navegar. Cuando se podía, saludamos a los otros barcos que se nos cruzaban (Alguno hasta hizo sonar la sirena). Así que podemos decir que estaba siendo el momento más relajado y divertido del día. Capitán Haddock y yo nos turnábamos para llevar el timón (es más fácil de lo que parece) y el Capi comprobaba la equipación del barco: Los cabos, las velas de repuesto, el combustible, la zodiac. Había un problema con la zodiac. El motor fuera borda estaba enganchado con un candado y, como había sido tan precipitada nuestra salida de Los Nietos, no nos habían dado las llaves. De todas maneras no parecía que fuera a hacernos falta por el momento.

El tiempo fue pasando y ya estaba atardeciendo. Enfrente de nosotros teníamos recortado contra el cielo la sombra imponente del cortado del cabo de Santa Pola, con su faro en lo alto emitiendo destellos intermitentes, y, un poco a estribor, se veía sobresalir sobre el mar el pedrusco enorme que es la Isla de Tabarca. Le cedí mi puesto al Capitán Haddock en el timón y me senté en la bañera, en el lado de babor, a contemplar el paisaje. El esguince me estaba molestando otra vez. El Capi limpiaba la nevera en la bodega, y se le escuchaba canturrear alguna cosa. Mis pensamientos iban a la deriva entre lo bonito que es navegar y el bello atardecer que estaba contemplando, pasando por lo cerca que estaban los coches que circulaban por la carretera de la costa. Y en ese momento…

En ese momento se escuchó un sospechoso e inquietante estruendo que venía de abajo. Al mismo tiempo el barco se frenó casi en seco y escoró a babor, levantando una gran cantidad de agua. Y casi en el mismo segundo, vimos al capitán salir de la bodega de un salto y abalanzarse sobre la palanca de la velocidad para, supongo, detener el barco. Pero no hacía falta. El barco se había detenido.

– ¡Todos a proa, hay que hacer de contrapeso!- Gritó el capitán.

Y sin saber muy bien como, me encontraba junto con Capitán Haddock, en la punta de del barco más opuesta al timón, agarrado al cable donde se enrolla la vela de delante (En términos náuticos: En proa, agarrado al estay donde se enrolla la Génova). Era consciente de que había corrido. Era consciente de que para ello había tenido que apoyar el pie del esguince en el suelo. En ese momento era consciente del dolor. El Capi accionaba la marcha atrás pero el barco no se movía. Lo peor era que se escuchaban chasquidos debajo del barco con cada intento.

Ver al Capitán echarse las manos a la cabeza y escucharle repetir una y otra vez: “Nos hemos cargado el barco”, no ayuda mucho a mantener la calma. En ese momento sonó su móvil y, al cogerlo, simplemente dijo:

– Nos hemos cargado el barco. Nos hemos quedado sin vacaciones.- Y colgó. – Lo que tampoco ayudaría a calmar al interlocutor al otro lado, uno de nuestros amigos, parados en el atasco.

Capitán Haddock se desahogaba por lo bajo. Decía que él no sabía navegar y que no tenía que haber estado en el timón, que era cosa del capitán…

– No te preocupes, Capitán Haddock – Le dije – A mí no me sale ningún viaje mal… Tengo un montón de suerte, así que ya verás que esto no es nada y que luego nos tomamos unas cervezas y nos reímos del asunto…

Yo realmente creía en lo que estaba diciendo. Supongo que al Capitán Haddock le sonó a cuento chino y siguió lamentándose. Sobre todo porque no sabíamos si el timón estaba tocado, si había alguna grieta en el casco y, sobre todo, qué demonios había pasado. Para colmo, la noche se nos estaba echando encima, y ya casi no se veía. Alrededor del barco, bajo el agua, había unas inquietantes manchas negras que, sin duda, eran piedras, pero que en la calenturienta imaginación de alguien menos templado que nosotros, eran bestias horribles…

Enfrente del barco, el faro seguía dando sus destellos, sin inmutarse y, debajo, junto a la carretera de la costa, a menos de un kilómetro, encendieron las luces de un chiringuito de playa. Se oía perfectamente a David Bisbal cantando su éxito de ese verano y había movimiento de gente. Nosotros, mientras tanto, nos habíamos sentado en la bañera sopesando nuestras posibilidades.

– Estamos en una zona de aguas bajas. No debe de haber más de dos metros o dos metros y medio de profundidad. – Nos decía El Capi apuntando con el dedo a una parte de la carta de navegación – Pero está demasiado oscuro como para tirarse al agua a ver qué es lo que nos ha enganchado. Si lo que choca es la Orza no pasa nada, pero si es el timón podemos darnos por jodidos.
– ¿Por qué?- Preguntó Capitán Haddock
– Porque es la parte más delicada del barco. Podemos partirlo en la maniobra y nos quedaríamos sin gobierno en el barco… y es muy peligroso, porque la marea podría precipitarnos contra las rocas de la costa.
– Pues me quedo más tranquilo, la verdad.- Dije.
– Tenemos que desalojar peso para ganar altura – me ignoró el Capi.

Y 200 litros de agua potable fueron tirados al mar, todo el agua dulce de los dos depósitos de popa. Intentamos dar marcha atrás de nuevo, pero el barco seguía sin moverse. Ya era noche cerrada.

De pronto distinguimos el inconfundible sonido de un motor fuera borda acercándose desde la playa. Se trataba de una Zodiac con tres marineros, que estaban en el chiringuito, y nos habían visto. Venían a echar una mano. El problema era que llevaban mucho rato en el chiringuito y, entre que venían o no, se habían tomado unas cuantas bebidas espiritosas… y unas pocas más, así que estaban un poco “contentillos”. Mientras realizaban la maniobra de aproximación y cogían el cabo que El Capi les estaba dando, temimos por su vida en varias ocasiones.

La idea era que ellos, desde la Zodiac, tiraran del cabo atado a la proa, de tal manera que el barco escorara a babor y levantara la orza lo suficiente para salir. En cristiano: al tirar de la cuerda atada a la punta del barco, haría que este se inclinara a la izquierda y levantaría la aleta de tiburón de debajo del casco lo suficiente para que el barco flotara sutilmente fuera de las piedras. Por supuesto, no funcionó. Intentamos la operación contraria, para escorar a estribor, pero tampoco. Así que se intentó el plan de emergencia:

Capitán Haddock se subió al extremo de la botavara (para que os hagáis una idea, es el palo sujeto al palo mayor al que se engancha la vela mayor, y que se mueve a voluntad, dependiendo de por donde sople el viento… y siempre da en la cabeza del malo en las películas de piratas). La botavara la movimos todo lo que se podía mover a estribor y dejamos al Capitán Haddock colgando sobre el mar fuera del barco, haciendo de contrapeso. A su vez, los tres marineros borrachos tiraban del cabo de tensión del palo mayor, en la misma dirección… todo ello con la idea de escorar el barco todo lo posible.

Tampoco se movió. La situación no sólo no había mejorado, sino todo lo contrario, ya que era de noche cerrada. Los marineros se marcharon a seguir con la fiesta en otra parte (O al chiringuito, que todo es posible). Sólo nos quedaba una opción: Llamar a salvamento marítimo. Seríamos la deshonra del gremio pero…

Salvamento marítimo apareció una hora después. Un buque color naranja chillón con luces estrambóticas parpadeantes. De no saber que eran ellos, habríamos supuesto que eran extraterrestres dispuestos a abducirnos y a practicar experimentos intrusivos en nuestros cuerpos y de los que no podríamos hablar nunca por sentirnos avergonzados. Apareció, pero se quedó como a unos 100 metros. Era lo más cerca que se podían situar de nuestra nave sin encallar ellos mismo. Por radio nos dijeron que teníamos que acercarnos en la Zodiac para recoger un cabo con el que amarrar y arrastrar el velero. Zodiac que no tenía motor, por estar encadenado a la borda… otro problema.

Al final Capitán Haddock y El Capi se marcharon remando a por el cabo, y me dejaron allí solo… abandonado a mi suerte. Y fue cuando sonó un “Clic” metafórico. El velero, libre de los 200 litros de agua, y los más de 150 kilos de humanidad que se alejaban con la Zodiac a golpe de remo, flotó lo suficiente como para liberarse de las rocas, y empezó a moverse… libre y a su aire. Con el cojo capitán en funciones un poco preocupado, la verdad, viendo como la rueda del timón giraba alocadamente de un lado para el otro.

Después de comprobar que no había ninguna vía de agua en el casco, nos remolcaron hasta el puerto de alicante, donde nos esperaban nuestros preocupados amigos. Fue un poco humillante porque en lugar de hacer una entrada triunfal, veníamos abarloados al buque de salvamento. Eso sí, nadie se atrevió a hacer ningún comentario. Pasamos la noche en el puerto.

¿Qué tiene esto que ver con la suerte? Os preguntaréis. Pues desde mi punto de vista, el comienzo tan desastroso del viaje hizo que disfrutáramos mucho más del resto de la semana, que fue genial. Tuvimos mucha suerte porque por dos o tres escasos metros, en lugar de embarrancar en un banco de arena, habríamos dado con una plataforma de granito, que habría destrozado el barco. Tuvimos mucha suerte porque durante toda la semana los vientos se confabularon en nuestro favor y siempre soplaban con la fuerza justa para que llegáramos a donde queríamos navegando a vela. Incluso la vuelta a la península, que fue por la noche, fue a vela, algo que es rarísimo. Y, sobre todo, tuve mucha suerte porque durante siete días me trataron a cuerpo de Rey, una de las marineras hasta me dio masajes… “¿Qué si quieres un zumito?” “¿Algo para leer?” “Dejad la sombra al Sr K, que está lesionado”… y sin ayudar en la cocina, sin ir a la compra, sin baldear la cubierta, sin plegar velas… sin hacer ni el huevo.

¿Tengo o no tengo suerte?

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La historia continua a unos 190 kilómetros por hora por la carretera de Valencia, en un coche rojo centelleante y con montones de otros coches dejados atrás fugazmente. Conducía El Capi y mi amigo Capitan Haddock hacía las labores de copiloto. O las habría hecho de haber podido abrir los ojos, cerrados de puro miedo. Yo daba tumbos en la parte de atrás, con mi maltrecha pierna estirada sobre el asiento y agarrado al asa de la puerta. Aunque parezca mentira hubo un par de momentos en los que pasé más miedo todavía… cuando El Capi buscaba un mechero con el que encenderse un cigarro. En ese momento pensé que, cuando el coche dejara de dar vueltas de campana y miraran dentro, conmigo casi no tendrían que trabajar… por estar ya vendado.

Como dije en el capítulo anterior, soy un tipo con suerte… y fue suerte que no nos parara la guardia civil de tráfico, ni que no tuviéramos un reventón, salida de pista o simplemente, que saltáramos la futuro como Michael J Fox. Pero sea como fuere, llegamos al puerto deportivo de Los Nietos y, lo que es más importante, a su Mercadona, donde deberíamos hacer la compra para subsistir esa semana en el barco… comida para un total de 10 personas (y dos muletas).

Existe una peculiaridad en La Manga del Mar Menor, sobre todo si se pretende salir a mar abierto. Sólo hay un punto por el que se puede hacer. Años atrás a alguien se le ocurrió que era buena idea construir urbanizaciones a ambos lados de la salida, sin darse cuenta que, para poder comunicarlas, habría que construir un puente levadizo. Un puente levadizo que permanece abierto 15 minutos cada dos horas. Así que, para poder llegar a la apertura de las 6 de la tarde, había que salir del puerto de Los Nietos como muy tarde a las 5, navegar a tope de motor y en línea recta y, con suerte, pillar despistado al que manejaba el puente… y eso nos dejaba 45 minutos para: Comer, hacer la compra de la semana, cargar el coche, llegar al puerto deportivo, encontrar el barco, descargar el coche, estibar la carga y, lo que es más importante, que yo, cojo y con muletas, subiera abordo.

Todo eso se logró, y salimos del puerto de Los Nietos a toda máquina, con un montón de comida y un cojo en la proa del barco , yo intentando no ser el primer “hombre al agua” de la semana. Si alguien ha navegado en un velero alguna vez (y si no, lo recomiendo) sabrá que mantener el equilibrio en cubierta es difícil si no se está acostumbrado, incluso en las tranquilas aguas del Mar Menor… pero si a eso le añadimos un esguince, unas muletas y mi proverbial falta de equilibrio, no es de extrañar que tardara un rato y dos dolorosos pasos con el pie malo en llegar a la bañera y sentarme junto a mi amigo Capitan Haddock, timonel en ese momento. Entonces me tomé mi primera cerveza de la semana… que me supo a gloria.

Navegábamos a toda máquina por encima del mar en calma, casi podríamos llamarlo piscina, del Mar menor. De vez en cuando nos cruzábamos con alguna lancha motora, cuya estela, al cruzarse en nuestro rumbo, nos bamboleaba un poco… pero por lo general la navegación fue muy tranquila y poco movida. Lo que era de agradecer, siendo la primera vez que montaba en un barco de vela. Todo el mundo me había aconsejado que llevara pastillas contra el mareo, pero no sé si sería por el ajetreo del día, la excitación por estar probando algo nuevo o que soy inmune, pero no sentía el más mínimo malestar. Mi amigo Capitan Haddock me dejó la rueda del timón un rato, indicándome que tenía que hacer para mantener fijo el rumbo que marcaba la brújula… y me sentí como un viejo pirata de pata de palo (con la esguince estaba muy metido en mi papel) rumbo de lejanas y tropicales costas. Hasta que El Capi terminó de colocar la despensa y salió a cubierta… que fue más o menos cuando nos acercamos a la salida del Mar Menor.

Ahora quiero que os hagáis una imagen mental… el puente levadizo bajando lentamente y, al fondo de la escena, aparece derrapando un velero a toda máquina… la limitación de velocidad es de 3 nudos, limitación que la nave sobrepasa varias veces. A bordo del velero, dos hombres se aferran a donde pueden, mientras un tercero sujeta la palanca de la velocidad presionada a fondo con una mano y la rueda del timón con la otra, mientras el barco da pequeños saltos sobre las olas. Los tres tienen cara de velocidad y miran fijamente el lento movimiento descendente del puente levadizo. Uno dice “llegamos”, el otro dice “No pasaremos” y el Capi aprieta más la palanca de la velocidad…

Pasamos.

Ahora sólo quedaban cuatro horas de agradable navegación hacia Alicante… recoger a nuestro amigos, disfrutar de una agradable cena abordo y contar lo vivido como una divertida anécdota… salvo que nada es fácil si se trata de mí…

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Soy un tío con suerte, no lo puedo negar. Al principio no reparaba en ello, era algo que estaba ahí y que simplemente ocurría. Siempre. Así que inconscientemente me limitaba a dejar que los acontecimientos discurrieran hacia el cauce más favorable para mí, sin intervenciones inútiles. No me malinterpretéis. Al decir que soy un tío con suerte no estoy diciendo que me toque la lotería muy a menudo, o que salga agraciado con el mercedes que regala el banco con la cuenta corriente… me refiero a otro tipo de suerte menos “material” y más intangible. Pero lo cierto es que no me suele salir casi nada mal.

Atenea dice que el simple hecho de creer en ello es fruto de mi educación judeocristiana y que, en mi subconsciente, es una sustitución del Dios Padre de los católicos por la figura de La Suerte, dentro de mi ateísmo declarado. Pero cuando ella dice estas cosas yo casi nunca entiendo lo que quiere decir… así que me limito a sonreír y a asentir (que es lo que hago cuando no entiendo lo que me dice la gente, y por lo que probablemente dicen que soy un tío simpático).

La siguiente anécdota pasó, dentro de mi cronología particular, el verano que me fui con Lentillas a Gerona. Sólo que dos semanas antes de irnos los dos de viaje, y con otros amigos diferentes.

Hay dos personajes importantes en esta historia, personajes que os paso a describir: El Capitán Guindilla, o Capi, para los amigos, y Capitán Haddock, el segundo de abordo y mi amigo Italiano. Los tres formábamos la totalidad de la tripulación del barco “La Reina de los Mares”, un precioso velero de 15 metros de eslora y dos metros de calado, cuando se produjo el incidente que os paso a relatar.

Habíamos alquilado un barco por una semana para pasarla navegando por Ibiza y Formentera, y disfrutando de sus calas de aguas transparentes, su sol y sus turistas extranjeras deseosas de sexo con agradables españoles (aunque esta parte era mucho más improbable). El Capi nos consiguió el barco a un precio muy majo, pero existía el inconveniente de que había que llevarlo desde La Manga del mar menor hasta Alicante, lugar más propicio para hacer la travesía a las islas.

Era plena operación salida y había gente que salía tarde de trabajar, así que, en lugar de salir todos juntos, para ganar tiempo decidimos que tres de nosotros llevaríamos el barco hasta Alicante, donde el grueso de la tripulación embarcaría. Así dábamos tiempo a los que salían de trabaja por la tarde para que llegaran sin agobios, aprovechando esas 5 horas de navegación mientras los demás estaban en el atasco. Y, sobre todo, eso nos permitiría hacer la travesía a las islas por la noche y ganar unas preciosas horas para estar por Formentera. Esos tres valientes éramos nosotros tres: El Capi (elemento necesario para mover el barco), Capitán Haddock y yo.

Yo me acercaría en cercanías hasta la ciudad por la mañana temprano y, desde allí, saldríamos en el coche de El Capi lo más rápido posible y evitando el atasco. Esa era la idea. Pero nada es sencillo tratándose de mí (aunque es mucho más entretenido) y las cosas no salieron como habíamos previsto. La culpa: un pequeño agujero en una loseta suelta en el primer escalón de la estación de tren. Iba despistado pensando en mis cosas, con mi mochilón de 15 kilos en la espalda, la bolsa con el equipo de buceo de superficie en un hombro, y la cámara fotográfica en el otro y, pese a que había pasado miles de veces por encima de ese pequeño agujero, esta vez no lo vi. Y lo pisé. Y me caí. Y la mochila detrás. Y mi tobillo…

Mi tobillo se dobló.

No era el primer esguince que me hacía en mi vida. De hecho tengo cierta predisposición a doblarme los tobillos en posturas improbables… así que antes de tocar el suelo ya sabía que aquello no se trataba de una simple torcedura. Sabía que se hincharía y que dolería y que el equipo de submarinismo de superficie sería inútil durante la semana de vacaciones. Porque no podría nadar. Saber todo esto no evitó que gritara de dolor mientras caía. Creo que sonó más a desesperación que a dolor. Pero lo cierto es que sonó mucho. Y llamó la atención de todos los que estaban en la estación.

Incluidos los de las ametralladoras.

En un momento me vi rodeado por dos o tres soldados vestidos de camuflaje, cetme en ristre y cara de pocos amigos. No es que fuera ilegal caerse en esas latitudes, ni nada por el estilo. Lo que pasaba era que por ser operación salida, y temiendo atentados como los que ocurrieron en Marzo del año anterior, el ejército se había desplegado por las líneas de cercanías y de alta velocidad para evitar posibles incidentes.

Muy solícitos llamaron a una ambulancia y poco menos que montaron un perímetro de seguridad en torno a mi persona, para evitar que me pisara la gente mientras llegaba. Esta, la ambulancia, llegó con toda la parafernalia propia de una ambulancia: luces y sirena. Casi sentí tener sólo un esguince, y no un ataque al corazón, una embolia y una meningitis todo junto. Me llevaron al centro de salud, me hicieron unas placas de rallos X y me vendaron la pierna hasta casi la rodilla. Esto, que ha ocupado apenas 22 palabras, llevó del orden de dos horas de espera. Dos horas de retraso con respecto a un plan original ya muy ajustado de por sí. El capi y Capitán Haddock bajaron con el coche a por mí, más que nada para saber como estaba la situación, y me recogieron en el ambulatorio, donde mi hermano me había llevado mis muletas de los esguinces.

Y salimos con viento fresco hacia la Manga del Mar Menor… con tres cosas que no tenía por la mañana: Dos muletas y un esguince

De momento nada de lo que he contado parece tener relación con la buena suerte, sino todo lo contrario. Y se intuye que habrá mar, por el título del capítulo… aunque todavía estábamos a más de 300 kilómetros del mar más cercano. Todo tendrá respuesta más adelante… ahora es tarde y me tengo que acostar…

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