Tal y como conté en la anterior entrega, la noche dentro del saco fue mucho mejor de lo esperado. Fue hasta calurosa. Aunque los efectos de la altura estaban empezando a hacer estragos en mi organismo. Para empezar no conseguía respirar bien del todo, lo que me hizo descansar malamente. Cualquier movimiento dentro del saco, algo tan rutinario como darme la vuelta en la cama o quitarme las mallas por tener calor, ponían mi corazón a la velocidad propia de un adolescente enamorado. De momento no tenía dolores de cabeza o mareos, pero me estaba empezando a dar nauseas la comida, especialmente un sabor de fondo que parecía tener todo… lo que hizo que apenas probara bocado. Tenía como una desazón y simplemente estaba cansado de comer el pan tibetano del desayuno, o el arroz de la comida. Hasta el queso me producía nauseas… algo que quien me conozca sabrá que es tan poco probable como ponerme a rezar un padre nuestro espontáneamente.
El amigo mal de altura estaba conmigo sin haberle invitado.
El plan para ese día era muy sencillo: Pasaríamos de los 4.200 metros de Ledar, a los 4.900 metros, del High Camp, invirtiendo en ello entre tres y cuatro horas nada más. Además, más de la mitad del recorrido sería ganando altura muy lentamente, lo que haría más llevadera la marcha. Algo que se agradecería enormemente porque, aunque no tenía cansancio del día anterior, no había descansado. A pesar de que la noche habia sido fría, la escarcha helada que lo impregnaba todo así lo demostraba, no parecía que fuera a ser una jornada de temperaturas bajas. Al comenzar a andar el forro polar sobraba pronto y al poco rato ya habíamos guardado los gorros y las bragas en la mochila… no hay nada como una caminara enérgica para que suba la temperatura ¿No?
La estrecha vereda transitaba por unos páramos deshabitados y solitarios al borde del precipicio. Nuestra única compañía eran los matojos de hierba y algún arbusto despistado, aunque de vez en cuando un Yak lanudo aparecía entre la niebla y nos miraba aburrido mientras masticaba alguna correosa raíz. A lo lejos vimos cabras salvajes (a falta de un nombre más científico) saltando de piedra en piedra como si la altura y sus efectos no fuera con ellas. Cada poco nos teníamos que apartar para dejar paso a los serpas que nos alcanzaban y pasaban cargado con sus pesados fardos.
Cuando llegamos a Thorung Phedi apenas habían pasado dos horas de marcha. Éste campamento era el único punto habitado del camino entre Ledar y nuestro destino para ese día. Los que no habían dormido en Ledar la noche anterior siguieron hasta allí, ganandole un día a la ruta. Como después pudimos saber, la noche en el campamento había sido de todo menos placentera. Enormes goteras mojaban los sacos y el frío fue mucho más intenso que en Ledar, aunque sólo fuera por la diferencia de altitud. Nuevamente la suerte se había puesto de nuestro lado en el viaje. También fue en ese punto donde apareció tímidamente el sol durante un instante. Allí descansamos durante un rato, sentados en una mesa de piedra y refrescamos el gaznate con el agua fresca de la cantimplora, realmente fría por estar a temperatura ambiente. Yo aproveché el tiempo de descanso para comerme una barrita energética, a pesar de la nausea, más que nada por la insistencia de Lentillas, preocupada por mi apatía. Ella me conoce y sabe que soy un comilón incorregible.
En esas estábamos cuando nuestro guía nos dijo dos cosas: Primera, que el tiempo mejoraría por lo que el día siguiente sería un día magnífico (algo que hizo que miráramos a nuestro alrededor intentando ver lo que fuera que él estuviera viendo y que le hacía pensar eso); y segunda, que se adelantaría al High Camp para coger sitio. Dicho lo cual salió a la carrera por la empinada pendiente. Es sorprendente cómo esta gente es capaz de hacer éste tipo de proezas. Supongo que tienen cierta predisposición genética para adaptarse a la altura, además de muchos años de experiencia… pero verle brincar cuesta arriba a toda velocidad era, sobre todo, envidiable. Y no invidia de la buena precisamente. Yo no había recuperado el resuello cuando Chewan desapareció de nuestra vista detrás de una enorme roca.
Ante nosotros quedaban los últimos 300 metros de desnivel del día. Una zigzagueante senda pedregosa que ganaba altura por una empinada ladera y se perdía en la niebla. Al final de ese camino, decían, había un campamento donde dormiríamos. Para mí aquello era una pared vertical. Sin la supervisión del guía, que siempre se empeñaba en que fuéramos todos juntos, cada cual encontró el ritmo con el que se encontraba más a gusto para subir. Esa es una de las normas de la montaña, aunque suene a poco solidaria. Cada uno tiene un ritmo ideal, en el que cuesta menos esfuerzo caminar. Eso es lo que se aprende después de muchas jornadas de montaña: uno aprende a escuchar a su cuerpo y sabe qué ritmo es el más adecuado en cada momento. Aunque pueda parecer ilógico, andar despacio también cansa, si el ritmo que uno tiene es más elevado. Escarabajo, el más en forma de todos nosotros, salió en persecución del guía, al que no consiguió alcanzar por muy poco. Y yo, el más perjudicado por la falta de oxígeno, me fui quedando atrás poco a poco.
Esos trescientos metros fueron muy duros para mí. Invertí una hora y media en recorrerlos, pero a mí se me hizo eterno. Sobre todo porque la senda en zigzag no parecía tener fin. No se veía la meta en ningún momento y, cuando la pendiente parecía terminar algunos metros más arriba, aparecía otra cuesta detrás más empinada si cabe, para mermar la moral ya por los suelos. Si al menos hubiera brillado un sol radiante en el cielo… pero por suerte, después de un recodo y tras un rato de descanso para recuperar el aire, apareció, como si de la mismísima Shangri Lha se tratase, la pétrea figura del campamento. Su sola contemplación me dio la energía necesaria para esprintar en los últimos metros y llegar a la meta a buen ritmo. Eso, y la insidiosa grabación en vídeo de esos últimos metros por parte de Escarabajo. Si iba a quedar documento gráfico de mi llegada, no sería una imagen de un montañero destrozado a paso cansino.
El High Camp es una agrupación de casas bajas de piedra al pie de un cortado, Aprovechando un trozo de terreno más o menos horizontal. Está resguardado de los vientos que siempre hay por la zona por un farallón de piedra de enormes proporciones. El campamento se compone de un edificio principal, con las cocinas y el comedor, y las construcciones de piedra y barro que constituyen las habitaciones donde pasar la noche. Apenas un cuartucho pequeño donde dejar la mochila con un par de camastros de madera en los que tumbarse a dormir. En la sala común, el comedor, se domina desde sus amplios ventanales el valle que se extiende miles de metros más abajo, y se mantiene caliente por el calor de los fogones de la cocina y, bueno, el calor humano, que también lo hay.
Allí pasamos el resto del día, jugando de nuevo al mus o dormitando junto al ventanal por el que entraba de vez en cuando algún rayo de sol, como queriendo darle la razón a nuestro guía. Pero sobre todo tomando hot lemon bien calentito. Se estaba bien allá arriba.
Después de tantos meses de preparación, de imaginar la situación de mil maneras diferentes… estábamos a pocas horas de la cumbre. De alcanzar la meta.
Pero eso sería al día siguiente… muy, pero que muy temprano.
Por cierto: la mayoría de las fotos que ilustran este texto no son mías (razón por la cual salgo en casi todas, por otra parte). La explicación es que, entre otro de los efectos secundarios del mal de altura, estaba la de no hacer un número suficiente de fotos. De éste día y del día siguiente tengo muy poco material fotográfico… lo que es una pena, dada la belleza del entorno. Por suerte mis compañeros de viaje sí que estuvieron más atentos.
Para hacer las fotos más grandes sólo hay que hacer clic en ellas.
Si haces click en el icono estás votando en Bitacoras
Etiquetas: aclimatación, frio, High Camp, mal de altura, Nepal, altura