Una de las zonas de España que más me gustan es Navarra, con sus verdes lomas, sus bosques poblados y sus gentes francas y grandes. La selva de Iratí, o cualquiera de sus verdes valles, las cuevas de Zugarramrdi o de Urdax, incluso las yermas tierras de Olite… Navarra es una tierra digna de conocer y de disfrutar. Tiene un atractivo añadido: Las sendas milenarias del Camino de Santiago recorren sus valles. Y eso es un imán. Sobre todo teniendo en cuanta que mi deporte favorito es dar largo paseos por el monte.
Un puente de Mayo, al poco de conocer a Lentillas, mi grupo de senderismo organizó unos días por El Camino de Santiago Navarro. La idea: atravesar los Pirineos desde Saint Jean Pied de Port hasta Pamplona, siguiendo la via Peregrina. Y allí que nos fuimos, Bob el Silencioso, Lentillas y yo… y otros cinco amigos más. Íbamos en dos coches, que dejaríamos en Pamplona, y luego, un taxista nos llevaría desde allí hasta Saint Jean en una furgoneta. Andábamos un poco justos de tiempo porque, me imaginaba yo, los albergues de peregrinos los cerraban pronto.
Una vez que nos reunimos todos y encontramos al taxista, empezó oficialmente nuestro viaje. Íbamos los ocho apiñados en la furgoneta con todas las mochilas, aislantes y sacos de dormir, picoteando de una bolsa de patatas, una especie de tentempié, por las pequeñas carreteras de montaña que atraviesan los Pirineos. Los de delante escuchaban el partido de la Champions del Real Madrid que daban en la radio, y los demás mirábamos por la ventanilla, menos interesados en el fútbol que en ver los increíbles paisajes, donde los pueblecitos típicamente navarros se alternan con compactas masas boscosas, con predominio de… bueno… árboles que predominan en Navarra. Pero el espectáculo duró poco, ya que pronto cayó la noche.
Un rato largo después, el taxista nos dejó justo delante de la muralla de la parte vieja de la ciudad. Estaba toda iluminada con grandes focos, ya que Saint Jean es un destino turístico importante en la zona, y la estampa era realmente espectacular. La dirección a seguir estaba clara y, según el Taxista, no tardaríamos ni dos minutos en llegar al albergue de peregrinos. No teníamos más remedio que fiarnos de él porque no se veía ni un alma en las desiertas calles francesas, y eso que sólo eran las 10 de la noche.
Al otro lado del portón de la muralla había una calle empedrada y con aspecto medieval. Nuestros pasos resonaban en la quietud de la noche, especialmente el rítmico andar de Lentillas con su palo de peregrina con punta metálica. No había ni un alma, y eso que la noche era muy agradable.
Pronto dimos con el albergue de peregrinos. Un edificio de piedra, de dos plantas, con una enorme puerta de madera. En el quicio de la puerta, en su parte superior, había un escudo de piedra con la característica concha del peregrino, lo que confirmaba que estamos en un lugar donde ayudaban a los peregrinos. Confirmando mis temores, la puerta estaba firmemente cerrada. Normalmente los albergues son muy estrictos con las normas de apertura y cierre. Debe de primar, sobre todo, el descanso de los caminantes, y el que haya gente entrando y saliendo continuamente del albergue a altas horas de la noche no ayuda mucho a fomentar el descanso. De todas maneras los hospitaleros suelen estar pendientes de los peregrinos rezagados, como nosotros, y llamar un par de veces a la puerta debería bastar.
Toc – Toc.
Nada.
Toc – Toc – Toc. Nada.
Al cabo de varios minutos y varios intentos más, y sin haber respuesta alguna desde el albergue, nos enzarzamos en un pequeño debate sobre qué hacer a continuación. Había opiniones para todos los gustos, como es muy normal en cuanto en un grupo hay más de una persona. Las voces fueron subiendo de volumen y el jaleo al final provocó que una mujer del edificio de enfrente se asomara a la ventana. Por señas, y en un idioma muy parecido al castellano pero con palabras del francés nos indicó que la puerta de entrada estaba en un callejón lateral de la casa. Para confirmar sus palabras, justo en ese momento un farol se encendió en el callejón, encima de una puerta en la que no habíamos reparado. Como buenos chicos nos encaminamos hacia allí.
La manecilla metálica cedió y la puerta de madera se abrió lentamente sin un chirrío. Todo estaba oscuro al otro lado. Entramos intentando hacer el menor ruido posible (teniendo en cuenta que éramos ocho personas, con ocho mochilas más o menos grandes, con sus correspondientes aislantes y cosas colgadas… con botas de montaña de grandes suelas y demás, fuimos estruendosamente silenciosos). Nos quedamos todos juntos, en la absoluta oscuridad, esperando que pasase algo.
Hartos de esperar, uno de nosotros accionó el interruptor de la luz, iluminando la sala, toda ella de piedra y adornada con motivos del camino de Santiago, lo que venía a confirmar donde estábamos. Estábamos reunidos al pie de una gran escalera de piedra que ascendía hasta las alturas… hasta las alturas del primer piso.
Decidimos esperar a que el Hospitalero que encendió el farol en la calle viniera a nuestro encuentro… pero pasaron los minutos sin que nadie apareciera. Así que nos enzarzamos de nuevo en un debate susurrado sobre los pasos a seguir. Nos habíamos quitado las mochilas para estar más cómodos. Uno de mis compañeros empezó a investigar, abriendo todas las puertas que salían a su paso. Por suerte para todos encontró un servicio, donde fuimos entrando por turnos. Me llamó la atención un hecho curioso: ninguna tenía camas… así que, sagaz que es uno (y en ese momento era el que más experiencia tenía haciendo el camino de Santiago), deduje que las habitaciones tenían que estar arriba.
Efectivamente lo estaban.
Gimli, un tío bajito, pelirrojo y con el cuerpo lleno de pecas (hasta donde yo pude ver sin compartir duchas ni estar en pelotas), y yo mismo decidimos explorar el piso de arriba. Subimos las escaleras y, en lugar de una enorme sala común llena de literas, nos encontramos una fotocopiadora. Una fotocopiadora es lo más raro que uno se puede encontrar en un albergue de peregrinos. O sea, es más fácil encontrar a un coreano que baile flamenco que una fotocopiadora. Junto al aparato, un escritorio con flexo y una silla de oficina. Había una puerta blanca al otro extremo de la pared y Gimli la abrió de golpe, mientras yo miraba en un pasillo que terminaba en otra puerta.
– Buenasssss – dice Gimli con su voz. Con su voz rota de fumar dos paquetes de tabaco al día desde que cumplió los doce. Y lo que no era tabaco. Y a un volumen lo suficientemente alto como para que lo escucharan en España. Me mira y me hace señas para que me acerque.
La escena que contemplé no podía ser más rara. Una habitación pequeña sin adornos de ninguna clase, cuyo único mobiliario consistía en una mesilla de noche con una lámpara encendida entre dos camas pequeñas. En la de la derecha reposaba un hombre de mediana edad, en camiseta de tirantes, barriga al aire y con una revista apoyada en el pecho. En la otra, una mujer también de mediana edad, en camisón, y tapándose como buenamente podía con la sábana sus vergüenzas. Los dos nos miraban con una mezcla de inquietud y de sorpresa. La conversación que tuvo lugar a continuación fue toda en una especie de francés, inglés y castellano.
– Buenas noches – Dije – Somos peregrinos y queríamos pasar la noche en el albergue de peregrinos.
– No se puede.- Dijo la mujer.
– No hay sitio… bueno, no nos importa dormir en el suelo de la entrada. Tenemos esterillas… – Yo estaba muy metido en mi papel de peregrino.
– No, no… esto no es un albergue. Es una casa particular. – La mujer parecía llevar el peso de la conversación. El hombre seguía con la barriga al aire.
– ¿Una casa particular? Joder…
– ¿Cómo habéis entrado?
– La puerta lateral de la casa estaba abierta. – La mujer miró al hombre y puedo jurar que unos rayos salieron de sus ojos y lo fulminaron (metafóricamente). En lugar de morir entre inmensos dolores, o darse por enterado, el tipo siguió con la barriga al aire.
Deseándoles una buena noche, si eso era ya posible, Gimli y yo nos dimos media vuelta y nos bajamos a la planta baja, a informar a nuestros amigos de la nueva y desastrosa situación. Nadie nos creyó, hasta que apareció la sorprendida mujer bajando por las escaleras, ataviada con una bata de color rosa. Su sorpresa fue mayúscula al encontrarse con ocho personas al pie de su escalera. Las mochilas, esterillas y demás parafernalia peregrina terminaron por tranquilizarla.
Resultó ser la casa particular (por las noches) y oficina del peregrino de Saint Jean (por el día). No se podía dormir allí, pero nos sellaron las acreditaciones que nos identificaban como peregrinos. Además, y como muestra de generosidad, se dedicó a llamar a varios hoteles de la ciudad para buscarnos alojamiento (en lugar de llamar a la policía y hacernos dormir en el calabozo por allanamiento de morada).
Al final era tan tarde (según el horario europeo) que no hubo posibilidad de cenar nada decente en ningún sitio. Indecente tampoco. Cenamos barritas energéticas y galletas de chocolate, en la cama de matrimonio de una de las habitaciones del Hotel (donde no me tocó dormir con Lentillas). Teniendo en cuanta cómo se desarrollaron los acontecimientos, la cosa podía haber sido peor.
¿No?